Desde el jardín, en lo alto,
miré la lavandera
Era de noche.
Lavaba, refregaba,
sacudía,
un segundo sus manos
brillaban en la espuma,
luego
caían en la sombra.
Desde arriba
a la luz de la vela
era en la noche única
viviente,
lo único que vivía:
aquello
sacudiéndose
en la espuma,
los brazos en la ropa,
el movimiento,
la incansable energía:
va y viene
el movimiento,
cayendo y levantándose
con precisión celeste,
van y vienen
las manos sumergidas,
las manos, viejas manos
que lavan en la noche,
hasta tarde, en la noche,
que lavan
ropa ajena,
que sacan en el agua
la huella
del trabajo
la mancha
de los cuerpos,
el recuerdo impregnado
de los pies que anduvieron,
las camisas
cansadas,
los calzones
marchitos,
lava
y lava,
de noche.
La nocturna
lavandera
a veces
levantaba
la cabeza
y ardían en su pelo
las estrellas
porque
la sombra
confundía
su cabeza
y era la noche, el cielo
de la noche
la cabellera
de la lavandera,
y su vela
un astro
diminuto
que encendía
sus manos
que alzaban
y movían
la ropa,
subiendo
descendiendo,
enarbolando
el aire, el agua,
el jabón vivo,
la magnética espuma.
Yo no oía,
no oía
el susurro
de la ropa en sus manos,
Mis ojos
en la noche
la miraban
sola
como un planeta.
Ardía
la nocturna
lavandera,
lavando,
restregando
la ropa,
trabajando
en el frío,
en la dureza,
lavando en el silencio nocturno del invierno,
lava y lava,
la pobre
lavandera.
Lavandera, Eduardo Kingman, 1940.
No hay comentarios :
Publicar un comentario