Capitulo XIV, del ensayo El Proceso de la
Literatura en 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad
Peruana
( Empresa Editora Amauta S.A.,
Lima, Perú )
El primer libro
de César Vallejo, Los Heraldos Negros, es el orto de una nueva poesía en el
Perú. No exagera, por fraterna exaltación, Antenor Orrego, cuando afirma que
"a partir de este sembrador se inicia una nueva época de la libertad, de
la autonomía poética, de la vernácula articulación verbal" 33. Vallejo es el poeta de una estirpe, de
una raza. En Vallejo se encuentra, por primera vez en nuestra literatura,
sentimiento indígena virginalmente expresado. Melgar -signo larvado, frustrado-
en sus yaravíes es aún un prisionero de la técnica clásica, un gregario de la
retórica española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El
sentimiento indígena tiene en sus versos una modulación propia. Su canto es
íntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer
una técnica y un lenguaje nuevos también. Su arte no tolera el equívoco y
artificial dualismo de la esencia y la forma. "La derogación del viejo
andamiaje retórico -remarca certeramente Orrego- no era un capricho o
arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a
comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender también la necesidad de
una técnica renovada y distinta"34.
El sentimiento indígena es en Melgar algo que se vislumbra sólo en el fondo de
sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso mismo
cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en Vallejo es el
verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja erótica; en Vallejo es empresa
metafísica. Vallejo es un creador absoluto. Los Heraldos Negros podía haber
sido su obra única. No por eso Vallejo habría dejado de inaugurar en el proceso
de nuestra literatura una nueva época. En estos versos del pórtico de Los
Heraldos Negros principia acaso la poesía peruana (Peruana, en el sentido de
indígena).
Hay golpes en la vida, tan fuertes
Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como
si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma Yo no sé!
Son pocos; pero son ... Abren
zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo
más fuerte.
Serán tal vez los potros de
bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda
la Muerte.
Son las caídas hondas de los
Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el
Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las
crepitaciones
de algún pan que en la puerta del
horno se nos quema.
Y el hombre...Pobre ...pobre!
Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos
llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo
vivido
se empoza, como charco de culpa, en
la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes
...Yo no sé!
Clasificado
dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos Negros, pertenece
parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo simbolista. Pero el
simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de otro lado, se presta
mejor que ningún otro estilo a la interpretación del espíritu indígena. El
indio, por animista y por bucólico, tiende a expresarse en símbolos e imágenes
antropomórficas o campesinas. Vallejo además no es sino en parte simbolista. Se
encuentra en su poesía -sobre todo de la primera manera- elementos de
simbolismo, tal como se encuentra elementos de expresionismo, de dadaísmo y de
suprarrealismo. El valor sustantivo de Vallejo es el de creador. Su técnica
está en continua elaboración. El procedimiento, en su arte, corresponde a un
estado de ánimo. Cuando Vallejo en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo,
su método a Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.
Mas lo
fundamental, lo característico en su arte es la nota india. Hay en Vallejo un
americanismo genuino y esencial; no un americanismo descriptivo o localista.
Vallejo no recurre al folclore. La palabra quechua, el giro vernáculo no se
injertan artificiosamente en su lenguaje; son en él producto espontáneo, célula
propia, elemento orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus vocablos.
Su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no se
interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas
emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su mensaje
está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo sepa ni
lo quiera.
Uno de los
rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente
actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos tal vez la más cabal interpretación
del alma autóctona, dice que la tristeza del indio no es sino nostalgia. Y
bien, Vallejo es acendradamente nostálgico. Tiene la ternura de la evocación.
Pero la evocación en Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su
nostalgia concebida con tanta pureza lírica con la nostalgia literaria de los
pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No añora
el Imperio como el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su nostalgia es
una protesta sentimental o una protesta metafísica.
Nostalgia de exilio; nostalgia de
ausencia.
Qué estará haciendo esta hora mi
andina y dulce Rita
de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio y que
dormita
la sangre como flojo cognac dentro
de mí.
("Idilio
Muerto", Los Heraldos Negros)
Hermano, hoy estoy en el poyo de la
casa,
donde nos haces una falta sin
fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora,
y que mamá
nos acariciaba: "Pero
hijos..."
("A
mi hermano Miguel", Los Heraldos Negros)
He almorzado solo ahora, y no he
tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni
agua,
ni padre que en el facundo
ofertorio
de los choclos, pregunte para su
tardanza
de imagen, por los broches mayores
del sonido.
(XXVIII,
Trilce)
Se acabó el extraño, con quien,
tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habrá quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.
Se acabó la calurosa tarde;
tu gran bahía y tu clamor; la
charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un té lleno de
tarde.
(XXXIV,
Trilce)
Otras veces Vallejo presiente o
predice la nostalgia que vendrá:
Ausente! La mañana en que a la
playa
del mar de sombra y del callado
imperio,
como un pájaro lúgubre me vaya,
será el blanco panteón tu
cautiverio.
("Ausente",
Los Heraldos Negros)
Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a
nadie.
("Verano",
Los Heraldos Negros)
Vallejo interpreta a la raza en un
instante en que todas sus nostalgias, punzadas por un dolor de tres siglos, se
exacerban. Pero -y en esto se identifica también un rasgo del alma india-, sus
recuerdos están llenos de esa dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta
melancólicamente cuando nos habla del "facundo ofertorio de los
choclos".
Vallejo tiene en
su poesía el pesimismo del indio. Su hesitación, su pregunta, su inquietud, se
resuelven escépticamente en un "¡para qué!" En este pesimismo se
encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay en él nada de satánico ni
de morboso. Es el pesimismo de un ánima que sufre y expía "la pena de los
hombres" como dice Pierre Hamp. Carece este pesimismo de todo origen
literario. No traduce una romántica desesperanza de adolescente turbado por la
voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa
la actitud espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni
afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de Occidente. El
pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un
sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más
bien, al pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde
nunca con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos
personajes de Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto,
tampoco es una neurosis.
Este pesimismo
se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo engendra un
egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados, como en casi todos
los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no
es personal. Su alma "está triste hasta la muerte" de la tristeza de
todos los hombres. Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no sólo
existe la pena de los hombres. En estos versos nos habla de la pena de Dios:
Siento a Dios que camina tan en mí,
con la tarde y con el mar.
Con él nos vamos juntos. Anochece.
Con él anochecemos, Orfandad...
Pero yo siento a Dios. Y hasta
parece
que él me dicta no sé qué buen
color.
Como un hospitalario, es bueno y
triste;
mustia un dulce desdén de
enamorado:
debe dolerle mucho el corazón.
Oh, Dios mío, recién a ti me llego,
hoy que amo tanto en esta tarde;
hoy
que en la falsa balanza de unos
senos,
mido y lloro una frágil Creación.
Y tú, cuál llorarás tú, enamorado
de tanto enorme seno girador
Yo te consagro Dios, porque amas
tanto;
porque jamás sonríes; porque
siempre
debe dolerte mucho el corazón.
Otros versos de
Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En "Los Dados Eternos"
el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. "Tú que estuviste
siempre bien, no sientes nada de tu creación". Pero el verdadero
sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no es éste. Cuando su
lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye libre y generosamente, se
expresa en versos como éstos, los primeros que hace diez años me revelaron el
genio de Vallejo:
El suertero que grita "La de a
mil",
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus
manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio Dios.
Y digo en este viernes tibio que
anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de
suertero
la voluntad de Dios!
"El poeta
-escribe Orrego- habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa,
siente y ama universalmente". Este gran lírico, este gran subjetivo, se
comporta como un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su
poesía la queja egolátrica y narcisista del romanticismo. El romanticismo del
siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo del novecientos es,
en cambio, espontánea y lógicamente socialista, unanimista. Vallejo, desde este
punto de vista, no sólo pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su
evo 35.
Es tanta su
piedad humana que a veces se siente responsable de una parte del dolor de los
hombres. Y entonces se acusa a sí mismo. Lo asalta el temor, la congoja de
estar también él, robando a los demás:
Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro; y pienso que,
si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde
iré!
Y en esta hora fría, en que la
tierra trasciende
a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las
puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí,
en el horno de mi corazón ...!
La poesía de Los
Heraldos Negros es así siempre. El alma de Vallejo se da entera al sufrimiento
de los pobres.
Arriero, vas fabulosamente vidriado
de sudor.
La Hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la
vida.
Este arte señala
el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde, que
rompe con la tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este
lenguaje es el de un poeta y un hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce
-ese gran poeta que ha pasado ignorado y desconocido por las calles de
Lima tan propicias y rendidas a los laureles de los juglares de feria- se
presenta, en su arte, como un precursor del nuevo espíritu, de la nueva
conciencia.
Vallejo, en su
poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de verdad. La creación
en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no
aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo
ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más
austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un
místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la
dureza y la crueldad de su camino.
He aquí lo que
escribe a Antenor Orrego después de haber publicado Trilce: "El libro ha nacido en
el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su
estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta
ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser
libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de
mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre
que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es
cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo
no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes
espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a
morir a fondo para que mi pobre ánima viva!" Este es inconfundiblemente el
acento de un verdadero creador, de un auténtico artista. La confesión de su
sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza.
33 Antenor
Orrego, Panoramas, ensayo sobre César Vallejo.
34 Orrego, ob.
citada.
35 Jorge Basadre
juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva técnica, pero que sus motivos
continúan siendo románticos. Pero la más alquitarada "nueva poesía",
en la medida en que extrema su subjetivismo, también es romántica, como observo
a propósito de Hidalgo. En Vallejo, hay ciertamente mucho de viejo romanticismo
y decadentismo hasta Trilce, pero el mérito de su poesía se valora por los
grados en que supera y trasciende esos residuos. Además, convendría entenderse
previamente sobre el término romanticismo.
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